Buenos Aires
 

 

PARIR AL ALBA

Lic. Luján Montenegro
Fresenius Medical Care Arg.
Bahía Blanca

Alba se despertó sobresaltada. Un profundo dolor le atravesaba el pecho. Luego los latidos se alocaron y comenzó a sentir ahogo. Tuvo miedo de morir... Ella?... Miedo de morir? Hacía años que la muerte no le provocaba temor. En un tiempo incluso llegó a desearla, luego sobrevino la indiferencia y ahora, la posibilidad de que hubiera llegado, finalmente la estremeció.

Se incorporó con lentitud y con dificultad llegó hasta el peinador. Se sentó y miró su cara al espejo buscando señales. Observó su rostro con detenimiento: la piel seca, arrugada y las comisuras de los labios hacia abajo denotaban que hace mucho no reía... y la mirada... tan vacía!... En sus ojos no había asomo de brillo alguno, parecían dos piedras frías enclavadas bajo su frente. Casi costaba asegurar que dentro de esa cáscara vieja hubiera un ser vivo.

No era tan vieja. Aún no había cumplido 60 años. Sin embargo nadie lo hubiera presumido por su aspecto.

Nuevamente registró con asombro su miedo... no creía ser capaz ya de sentirlo. La última vez había sido al volver del funeral de Juan... esa soledad también la estremeció. No es que no hubiera gente alrededor, de hecho había demasiada para su gusto; incluso estaba Marito y su familia. El no dejaba de tomarle la mano y de decirle que la quería, que iban a estar bien... Pero ella lo supo en ese instante, nada volvería a estar bien... ni mal... en realidad nada volvería a importar demasiado.

Era casi paradójico porque ese día supo realmente cuán unida había estado a él, a pesar de no haber elegido un matrimonio por amor. Su gran amor había sido el padre de Marito, un amor no muy correspondido que la había dejado con las manos vacías y la barriga llena.

La familia había decidido con premura su exilio a la ciudad, a la casa de Tía Eva... Que la sangre del parto no salpicara sus almas! Y así fue...

Marito nació como fuera concebido: al alba. Predestinación o casualidad, su nombre había sido un signo que marcara los momentos mas importantes de su vida. Su padre, un hombre modesto en gestos y palabras un día le contó de su nombre. Le habló de la belleza del alba en el campo, de la fuerza que le daba el nacimiento del día para salir a trabajar... de la emoción que sintió cuando oyó su primer llanto desde el patio de la casa al tiempo en que el horizonte comenzaba a clarear... Que cuando la partera salió para decirle que era una hembra él tuvo la certeza de que traía el nombre puesto. Y la llamaron Alba.

Tía Eva fue con ella todo lo maternal que pudo. - Al que Dios no le da hijos, el Diablo le da sobrinos! repetía cada vez que algo la molestaba. Pero se ocupó de plantarla en la vida. Le enseñó todos sus secretos de costura y le montó en la pieza de atrás un tallercito donde empezó a coser “para afuera”.

En el barrio conoció a Juan, un hombre veinte años mayor que ella, dueño del almacén del barrio a quien, de algún modo, todos respetaban o temían. Había llegado hace diez años desde no se sabe dónde; había montado el almacén y fin de la historia. Nadie se consideraba su amigo; tampoco se le conocían enemigos.

Durante dos años ella asistió diariamente al almacén y entre ellos sólo cruzaban las palabras necesarias.

Fue Marito el portador de la llave perdida en el corazón de ese hombre. Juan, que nunca sonreía, se iluminaba antes las caras y gestos que le prodigaba el bebé.

Una mañana, junto al vuelto, la sorprendió con una inesperada propuesta: él necesitaba una esposa y Marito un padre; su situación era lo suficientemente acomodada como para cuidar de ambos. No esperaba amor, sólo respeto y compañía.

Quedó atónita. Turbada aún salió del almacén con su hijo en los brazos y montones de sensaciones y pensamientos agolpándose en su interior.

Durante un mes no volvió al almacén. Sólo lo hizo para aceptar la propuesta.

Nunca hubo pasión entre ellos, sólo acomodadas y tranquilas rutinas. El no la necesitaba en el almacén y no ofreció resistencia a que ella continuara con la costura. Por sus manos pasaron los vestidos de novias de medio barrio; novias emocionadas, felices, expectantes; los trajes de primera comunión de los niños y, décadas después, los vestidos de madrinas para la boda de los hijos de sus primeras novias.

Marito creció. Juan cumplió con su promesa de ser un buen padre. Cuando les habló de su traslado al sur, de lo bueno que sería para su futuro, de que si todo salía como él lo esperaba ellos podrían irse a vivir con él, sintieron orgullo... y dolor.

Esa noche cada uno por su lado lloró en silencio. Pero acomodaron nuevamente su rutina y siguieron adelante con su vida confortablemente calma.

Y entonces sobrevino la enfermedad. El Dr. Salvi, su médico de toda la vida, le dijo que quería derivarla con un especialista, un nefrólogo, que algo en sus riñones no estaba bien.

La entrevista con el especialista fue larga. Junto a Juan había logrado dejar de ser una mujer ignorante, sin embargo no pudo entender ni la mitad de lo que le explicaba. Las palabras difíciles se multiplicaron y la angustia le hizo sentir por momentos que el doctor hablaba en una jeringoza incomprensible. Se le nubló la mente, solo veía la boca de ese hombre moverse sin parar, los sonidos ya no le llegaban. Había captado la esencia del mensaje: lo que la aquejaba no tenía cura... Para qué había ido al médico si no la iban a curar?

Tratamiento conservador. Diálisis... Esa palabra no le resultó desconocida. Una vecina se había hecho diálisis durante unos meses antes de morir convertida en una persona irreconocible... Eso le esperaba a ella? Marito los había visitado durante el fin de semana junto a su pareja para darles la noticia de que iban a ser abuelos. No llegaría a conocer la cara de su nieto?

Sólo quería salir lo antes posible de ese consultorio y volver a su casa. Pero el doctor insistió en explicar y dar detalles de lo que vendría. El la miraba todo el tiempo a los ojos como buscando confirmar que ella entendía la seriedad del asunto. En un momento pareció perder la paciencia ante su abulia y confusión y comenzó a dirigirse a Juan. Se comportaban como si ella ya no estuviera allí. De algún modo ya no estaba pero la escena le dolió, acababan de derrocarla del gobierno de su vida.

Juan se volvió amoroso pero firme. Tuvo por primera vez la impresión de que temía perderla. La cuidó y la ayudó a cuidarse, pero no pudieron evitar que el día llegara.

A pesar de los reclamos de Juan ella lo dejó para el final, el último recurso. Incluso había abandonado los controles periódicos con el nefrólogo cuando éste le insinuó un ingreso programado al tratamiento. Qué sabía un médico de milagros? No iba a ser la primera vez que uno de ellos se equivocaba y el mal tenía cura. Nunca había sido muy religiosa, pero desde el diagnóstico su concurrencia al grupo de la Legión de María la había llenado de fe.

Se negó a reconocer los síntomas, se rebeló como nunca con Juan que intentaba desesperadamente llevarla al médico. Y una noche como esta sintió que se moría... La mirada aterrada de Juan fue lo último que vio antes de perder la conciencia. Cuando la recuperó estaba conectada a una máquina repleta de botones, luces y sonidos; gente de blanco contrastando con el rojo de la sangre, de “su” sangre.

Al principio y a pesar de todo sintió la modesta felicidad de estar aún viva. Progresivamente empezó a sentirse mejor y eso la ayudó a aceptar la irreversibilidad del tratamiento. Con Juan reprogramaron una vez más su hábitos de vida, él la ayudaba a levantarse muy temprano para que estuviera lista al llegar el transporte y la esperaba con la comida, siguiendo rigurosamente las indicaciones que le había suministrado el nutricionista. Le costaba controlar los líquidos. No entendió por qué hasta que entró a diálisis tenía que tomar toda el agua que pudiera y ahora, repentinamente, le exigían lo contrario. Se habría equivocado el doctor? Tal vez eso le había dado el último empujón hasta la máquina... Cuando insinuó su duda le dijeron rotundamente que no y nuevamente recibió una explicación que no entendió... o no quiso entender. Después de todo, creer que un médico negligente era el culpable de su condición le ofrecía el alivio de no tener que enojarse consigo misma o con Dios. Pero ese momentáneo alivio se traslocaba en angustia cuando, conectada a ese endemoniado aparato, necesitaba confiar en que sabrían cómo cuidarla.

Construyó confianza con la ayuda de los enfermeros y mucamas. Era de ver cómo esas personas que pasaban la mitad de su día en una sala con enfermos, quejas y dolor, mantenían el humor, los contenían y los despedían con un gesto en el rostro que les transmitía la seguridad de que iban a estar bien hasta la próxima sesión.

Para retribuirles cada tanto cocinaba sus imbatibles empanadas de carne cortada a cuchillo, jugosas y picantes, y les llevaba un paquetito a cada uno. Por dos o tres sesiones lograba sentir que sus mágicas empanadas los volvían aún más tolerantes con su queja, más cuidadosos con su fístula, hasta el té del desayuno parecía llegar más rico y dulce.

En la sala de espera, mientras esperaba la conexión, solía conversar animadamente con otras pacientes intercambiando recetas y experiencias. Nunca había pertenecido a ningún grupo, ahora tenía dos: el de la Legión de María y el del turno de la diálisis. La vida una vez más se acomodaba...

Hasta esa tarde en que al llegar encontró a Juan recostado sobre la mesa, como dormido... Como todas las cosas importantes en su vida lo supo de inmediato y con certeza: Juan se había ido.

Tardó en llamar la ambulancia. Se sentó junto a él y comenzó a sentir ganas de morir.

A pesar de la diferencia de edad la idea de que Juan se fuera antes que ella nunca había pasado por su cabeza, menos aún desde su enfermedad. Estaba convencida de que él estaría ahí para despedirla cuando se fuera. Después de todo por eso se había casado con él. Juan acababa de romper el pacto que fundaba su pareja: protegerlos a ella y a Marito para siempre.

Marito intentó llevársela con él. Cómo explicarle que esa casa y ese barrio eran la única zona protegida que le quedaba. Cómo hacerle comprender que si al levantarse a la mañana no podía reconocer su cocina y su patio no podría reconocerse a sí misma. Que a esta altura de la vida ella era, ante todo, sus rutinas y sus cosas...

Primero quiso abandonar la diálisis. De a uno se acercaron enfermeros, mucamas, médicos. Todos insistían en la importancia de algo que para ella ya no tenía ningún valor. Entonces le mandaron a la psicóloga para que “la ayudara con su duelo”. No entendió como una extraña podía ayudarla a sentirse mejor. Trató de ser amable, después de todo ella sólo hacía su trabajo, hasta aceptó concertar una cita para el día siguiente... pero no asistió. Nunca había necesitado de extraños para saber qué hacer con su dolor, no iba a ser esta la primera vez.

También sintió ira. Ya habían invadido su cuerpo y ahora iban por su alma. No estaba dispuesta a permitirlo. Para evitar que la siguieran molestando decidió cumplir puntualmente con las diálisis y la medicación. Sólo se le complicaba la dieta... cocinar para ella sola le resultaba a menudo pesado y triste. Aún así cumplió con su plan: entregar el cuerpo para poder resguardar el alma.

Comenzó a sentarse en la sala de espera junto a aquellos a los que ahora se parecía: los callados, los resignados, los de la mirada vacía, los que no se molestaban entre sí esperando nada del otro. Durante la diálisis, ni bien la conectaban, cerraba los ojos y no volvía a abrirlos hasta la desconexión. Rara vez lograba dormir pero ese gesto ahuyentaba todo intento de tener contacto con ella.

Nunca más cocinó empanadas. Ya no necesitaba sentirse especial. Ya no necesitaba confiar.

Cerró el almacén, después de todo ella nunca supo bien cómo llevarlo adelante. No más costura ni novelas. Ya no necesitaba de la vida ajena para rellenar la propia.

Cada tanto pasaban las compañeras de la Legión de María para empujarla a una reunión. No las atendía o les prometía ir pero nunca lo hacía. Ya no necesitaba la fe.

Pero esta noche sentía miedo de morir... la anestesia comenzaba a retirarse y los recuerdo traían consigo una nueva forma de dolor.

Repentinamente se encontró pensando que si no moría tal vez estaría a tiempo de aceptar esa visita al sur con la que Marito insistía hace rato, para conocer su casa y el lugar donde era tan feliz. Tal vez hasta podría hacerse un tiempito para asistir cada tanto a una reunión de la Legión , coser alguna ropita a sus nietos, cocinar algo rico para alguien.

Su mirada se encontró con sus ojos en el espejo. La noche había sido larga y se notaban cansados pero había una luz en ellos que no estaba al principio. Le pertenecería? Seguramente no, debía tratarse del reflejo de los destellos que comenzaban a insinuarse en la ventana...

La noche se había ido. Estaba viva y una vez más, clareaba el alba. Pensó en su padre, en Marito, en ella... En ser parida... en parir... en parirse... En esa experiencia, sólo accesible a las mujeres, en la que se acepta y se tolera el dolor con la promesa de un nacimiento... La intransmisible experiencia de un dolor pleno de sentido.

Es que la vida siempre había dolido, como las agujas en los brazos, como los huesos del cuerpo y como la impotencia de no curar. Sin embargo mientras Juan estuvo a su lado el dolor había tenido sentido, y tenía con quien compartirlo aunque no lo hiciera. Sin Juan el dolor sólo fue dolor, sufrimiento en estado puro, congelado, inútil.

Con el tiempo se había convencido de que el dolor aumentaba porque se acercaba la muerte. Por un instante pensó que era posible que ella se hubiera alejado de la vida, que ella se había dejado ir con Juan.

Junto al miedo crecía la certeza... no quería morir! Y la incertidumbre... Cómo se hacía para vivir con todo esto?

Volvió a sentir una opresión en el pecho, pero una opresión diferente que pudo distinguir por conocida aunque lejana en el tiempo... La emoción la había atravesado... Y nuevamente el temor. Es que por un instante sintió esperanza y eso la asustó tanto como la muerte. Las últimas imágenes le habían dado ilusión y la ilusión siempre corre el riesgo de tornarse desilusión... de eso ella sabía un rato largo. Su vida no había sido fácil pero nunca le había pesado tanto como en los últimos años... Como decía la Tía Eva la vida pesa el doble y vale la mitad cuando se pierde la esperanza...

Era tarde, tenía que apurarse porque si no el transporte llegaría y ella no estaría lista. Mientras se vestía se imaginó sentada en la sala de espera, frente a esas dos cotorras que parloteaban sin parar sobre el taller de costura al que habían empezado a ir para justificar uno de esos planes con los que el gobierno intenta desconocer el hambre, la pobreza y la dignidad. Imagina sus caras de sorpresa cuando ella les retruca con sus secretos de costura heredados de Tía Eva y mejorados por su propia cosecha... Ella que hasta ahora les parecía un potus que adornaba malamente la sala de espera! Se descubrió a sí misma sonriendo, le había divertido la idea. Hacía tanto que no se divertía!...

Quien sabe... Quizás a su pequeña vida, hecha de pequeñas cosas, todavía le quedaban pequeñas aventuras. Se sacudió los pensamientos y se apuró hasta la puerta. Un bocinazo avisaba que la estaban esperando.

 

 

 

Cuento entregado a los presentes en la Charla “EL FAMILIAR DEL PACIENTE RENAL”
Disertante:
Lic. Silvia Collarino
Organizada por ASIR- Asociación Solidaria de Insuficientes Renales
25 de junio de 2009.

 

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